Celda 603: la agonía de un migrante
Por Maritza L. Félix
Esta historia escrita por Maritza L. Félix resultó ganadora de la categoría MEJOR CRÓNICA INÉDITA ESCRITA EN ESPAÑOL EN LOS ESTADOS UNIDOS, una sección del "Premio Nuevas Plumas" organizada por la Escuela de Periodismo Portátil y la Maestría de periodismo bilingüe de CUNY Graduate School of Journalism. El jurado estuvo compuesto por Graciela Mochkofsky, Eileen Truax y Juan Pablo Meneses.
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—Chayo, ¿estás dormida? Ya me van a pasar.
Rosario escuchó gritos de histeria: “El comandante, el comandante”. Eso fue lo único que pudo entender antes de que se cortara la llamada. Pasaron cinco minutos eternos. El teléfono volvió a sonar: era él.
—Me quieren matar… ¡el coyote me quiere matar! —exclamó el hombre. Se escuchaban pasos apresurados y su respiración se entrecortaba como siempre que corría. Chuy estaba en apuros, lo podía oír y sentir. La impotencia y el nerviosismo invadieron a Rosario. Sabía que su hermano estaba en la frontera de Sonora y Arizona, en un pueblo llamado Agua Prieta, y que esa noche intentaría cruzar el desierto. La tercera sería la vencida, pensaba.
Otro grito y luego el silencio.
Era la noche del 15 de mayo de 2015. Muy lejano parecía el recuerdo de su cumpleaños, pero José de Jesús Deniz Sahagún había llegado a los 31 apenas unos días antes. Los había celebrado en la casa de sus padres, en Jalisco, México. Esa misma noche había terminado de empacar y se había despedido de los suyos con un beso, un abrazo y muchas promesas. “Que la Virgen te guarde”, le habían deseado sus padres, dándole la bendición. Chuy, así le decían, había tomado un vuelo a Hermosillo, Sonora, y del aeropuerto lo habían llevado a Agua Prieta. Al llegar, el coyote le había anunciado que tenía todo listo: cruzarían en cuanto se pudiera.
—¿Por qué no vuelve a marcar? —pensó Rosario. Chayo, como la llaman de cariño en la familia, estaba en Nevada. Se había puesto de acuerdo con Chuy para recogerlo en Phoenix cuando cruzara la frontera. Ella, o quizá otro hermano, lo llevaría después a encontrarse con sus tres hijos en Las Vegas. Pero parecía que los planes estaban cambiando. Después de esas llamadas se sentía tan perdida como su hermano en el desierto.
El reporte de la Patrulla Fronteriza indica que el migrante José de Jesús Deniz Sahagún, originario de México, de 31 años, era “inadmisible a los Estados Unidos”. No tenía antecedentes penales, pero sí dos deportaciones. La primera fue una salida voluntaria, el 27 de septiembre de 2011 en Pine Valley, California; la segunda, el 18 de abril de 2013, una remoción inmediata desde Caléxico. Quizá la repatriación de ese mayo de 2015 también hubiera sido exprés, pero el hubiera no existe.
La noche del 15 de mayo, José de Jesús llegó histérico a la garita peatonal del cruce fronterizo de Douglas, Arizona. Pedía socorro. Decía que el coyote lo quería matar. Estaba como enloquecido, y así lo anotaron los oficiales en su reporte. Lo pusieron en una celda de detención mientras revisaban su expediente. Los patrulleros informaron que tenía arranques “extraños”. Insistía en que los coyotes, los narcotraficantes y hasta la misma Patrulla Fronteriza querían acabar con su vida… y que tenía miedo, mucho miedo.
El expediente detalla que el detenido se golpeaba contra la pared y que se tiró de cabeza de una mesa con la intención de quebrarse el cuello. Es el primer intento suicida registrado en su historial.
El 17 de mayo, los agentes tuvieron que llevarlo al hospital en Tucson para que lo atendieran por lesiones presuntamente autoinfligidas. Le realizaron una evaluación física y le dieron de alta. “Estable”, dice la orden médica, pero de las cuestiones de su mente, nada.
A las 8.26 de la mañana siguiente fue fichado en el Centro de Detención de Eloy.
El fichaje
—¿Tienes miedo de que alguien te haga daño? —le preguntó la enfermera del Centro de Detención de Eloy. Estaba siguiendo el protocolo.
—No —contestó.
—¿Sientes deseos de lastimarte?.
—No —respondió.
La negativa bastó para que el personal del centro de detención determinara que sus facultades mentales eran apropiadas para ser ingresado con los demás migrantes en la zona general. Esto a pesar de que los agentes de la Patrulla Fronteriza habían informado a las enfermeras que había intentado suicidarse bajo su custodia, que traía un collarín y que consideraban necesaria una evaluación psiquiátrica por sus constantes cambios de humor.
En el documento de ingreso a Eloy, una enfermera escribió que el detenido no tenía comportamientos anormales, al contrario de lo que había informado el patrullero, pero recomendó una evaluación mental para el día siguiente por el presunto intento de suicidio bajo la supervisión de la Patrulla Fronteriza.
El personal omitió que José de Jesús insistía en que alguien lo quería matar y confesó haberse tirado de una mesa para acabar con su vida porque no quería que lo asesinaran. Como se veía calmado, lo dejaron pasar.
Todo parecía de rutina y el detenido hizo su primera petición.
—Quiero hacer una llamada —dijo.
No hay registro de que se haya respetado el derecho a una comunicación telefónica de tres minutos como lo marcan las políticas del centro de detención, pero tampoco hay documentos que demuestren lo contrario.

De un lado a otro
José de Jesús fue encerrado en la celda 514 de la Unidad Delta. Duró muy poco. Pidió protección, argumentando que temía por su vida y que sospechaba que su compañero de cuarto lo quería estrangular con un cable. A las 9.56 de la noche lo trasladaron a la celda 103 de la unidad Echo. No hay documentos que registren este movimiento.
El 19 de mayo, alrededor de las seis de la mañana, volvió a ponerse inquieto.
—Quiero hacer una llamada— exigió. Era la segunda vez que hacía esta petición.
Un guardia le acercó un teléfono.
Todavía no había pasado por orientación ni le habían asignado el número de identificación personal que necesitaba para usar el sistema de comunicaciones. Quizá por eso no pudo comunicarse cuando presuntamente le llevaron el teléfono móvil. Quizá.
Los minutos transcurrieron y su desesperación aumentó. En menos de tres horas se registraron cuatro incidentes en los que se puso violento y tuvo que ser controlado con el uso de la fuerza. Un análisis independiente del video de vigilancia del centro determinó que los métodos utilizados por los oficiales para someterlo estaban justificados y no hubo abuso. En cada caso, los encuentros escalaban a discusiones agresivas en cuestión de minutos.
Los implicados relatan que los detonantes de sus ataques de furia eran que no le dejaban hablar con su abogado y temía que los documentos que había firmado durante su ingreso fueran en realidad una orden de deportación voluntaria. Además, quería hablar con su familia.
En los cuatro incidentes arremetió contra custodios, sargentos, trabajadores sociales y médicos. Nadie parecía calmarlo. Gritaba que lo iban a matar, que el cártel estaba tras él y que temía por su vida. Vociferaba en español e inglés, demostrando que había aprendido el idioma cuando vivía en Nevada con su familia.
—Help me, ayúdenme —gritaba cuando estaba tirado en el piso. —Quiero hablar con mi abogado —insistía.
Estaba agresivo y combativo.
Tuvieron que calmarlo para llevarlo en una silla de ruedas a la celda en la unidad Echo. Un doctor recomendó que lo pusieran en vigilancia por suicidio y que le dieran tranquilizantes. José de Jesús lloró hasta calmarse.
—Quiero hacer una llamada —suplicó de nuevo.
El guardia le dijo que cuando se calmara y le quitaran las esposas, le prestaría el teléfono de la oficina médica.
—Sir, that phone doesn’t work, sir —le contestó en inglés.
Creyó que le ofrecía el mismo teléfono con el que no se había podido comunicar un par de horas antes. La discusión entre el custodio y el detenido quedó grabada. No llegaron a un acuerdo.
Poco después, un doctor llegó a evaluarlo y le diagnosticó un desorden mental con alucinaciones. Ordenó que lo pusieran en aislamiento y se tomaran todas las medidas de precaución: quitar todas las sábanas y colchones y vigilancia por un posible suicidio. Explicó a los guardias que no podían sacarle la mirada de encima. Indicó a las enfermeras que debían acudir a la celda cada ocho horas y darle dos medicamentos para tranquilizarlo y controlar otros síntomas mayores. Les dijo que se los metieran por la fuerza si era necesario, que le dieran una dosis en ese momento y otra en la noche. Ya era casi el mediodía.

El hoyo
Entre cinco oficiales trasladaron a José de Jesús a la unidad Bravo, más conocida como El hoyo. Tras los incidentes de la mañana, los oficiales temían por su propia seguridad. Lo llevaron cargando. Forcejeó y se volvió a poner violento. Así —agresivo, combativo y desafiante— llegó a las 12 del mediodía a la celda 603: las cuatro paredes de su agonía.
Tuvieron que cortarle la ropa para meterlo en un traje contra suicidios. Todo a la fuerza. En las muñecas le quedaron las marcas de las esposas. Después de un rato, se serenó.
A la 1.21 de la tarde se volvió a acabar la paz. En el video de vigilancia de la unidad Bravo se ve cómo llegan los oficiales a su celda. Al parecer, José de Jesús estaba golpeando su cabeza contra el lavabo, pero las enfermeras no observaron lesiones y se fueron. No hubo examinación.
En el reporte de la investigación del detenido de la celda 603 no se puede determinar cuántas enfermeras lo atendieron ni cuál fue la que deliberadamente decidió desobedecer las órdenes del médico sobre el medicamento. Solo informa que una de ellas consideró que no se sentía cómoda dándole fármacos a José de Jesús, porque no veía que los necesitara. No detectó una amenaza, ni para ella ni para él mismo. Tampoco hay registro de algún intento para convencerlo de que tomara los medicamentos de manera voluntaria. El médico se enteró de esto cuando ya era demasiado tarde.
Cita con la muerte
La noche del 19 de mayo transcurrió sin contratiempos. El oficial a cargo de la celda de aislamiento reportó que el detenido durmió bien y solo se quejaba del hambre.
A la mañana siguiente el médico lo evaluó y, en una corta consulta, determinó que la crisis había pasado. José de Jesús estaba tranquilo, cooperativo y arrepentido por su comportamiento del día anterior. El diagnóstico fue psicosis temporal. El médico suspendió la vigilancia por suicidio, pero ordenó que lo monitorearan cada 15 minutos.
El detenido volvió a su celda. Alrededor de las 2.00 de la tarde lo llevaron a darse un baño y poco después le dieron comida, un colchón, un uniforme y un cepillo de dientes.
Todo parecía en calma. Cada quince minutos, casi siempre puntual, un guardia se asomaba a su celda y vigilaba. Pero a las 5.27 de la tarde, José de Jesús ya no contestó.
El guardia pidió refuerzos. Al ver que se estaba ahogando, llamó al equipo de rescate médico. Sus referencias y explicaciones se basaban en lo que se veía desde la ventana: siguiendo el protocolo, no abrió la puerta de la celda.
Los otros detenidos se amotinaron para ver qué pasaba, pero los despacharon a sus cuartos. Llegó otro custodio, uno de mayor rango, y abrió la puerta. Vio a José de Jesús morado, jadeando y la volvió a cerrar. Cuando llegó el equipo de rescate ya habían pasado más de siete minutos desde que lo encontraron inconsciente.
En el video de la Policía de Eloy se escucha que alguien dice que el detenido está teniendo un ataque, que lo dejen. Pero no era solo un ataque. Casi no tenía pulso y los signos vitales se debilitaban rápidamente. Intentaron revivirlo.
—Hurry up! —gritó alguien.
Lo veían sofocarse, pero no le revisaron la boca. Estaba inmóvil. Lo esposaron y lo sometieron con un escudo. Al ver que no representaba un peligro, que José de Jesús estaba inconsciente, le liberaron las manos.
En las imágenes se ven sus últimos momentos. Está jadeando, no responde, tiene la mirada perdida. Su rostro está hinchado, primero de color guinda y luego algo más parecido al morado. Lo mueven como si fuera un muñeco de trapo y sigue sin responder. No lucha por su vida ni en contra de ella. Está ausente. Está ahogándose. Está listo para perder la batalla.
A las 6.09 de la tarde, 42 minutos después de que lo vio tirado el guardia, José de Jesús Deniz Sahagún, de 31 años y originario de México, el detenido de la celda 603, fue declarado muerto.
La autopsia
El cadáver no terminó en la morgue del Condado Pinal, como la mayoría de los cuerpos de los que mueren en custodia en ese centro de detención al sur de Arizona. Los restos de José de Jesús fueron llevados a la oficina del médico forense del Condado Pima para ser analizados.
La autopsia develó que José de Jesús tenía una calceta color naranja atorada en la tráquea y determinó que él mismo se la había metido con la ayuda del mango de un cepillo de dientes de nueve centímetros. La conclusión: suicidio por asfixia. No había otras lesiones en el cuerpo que pudieran sustentar la teoría de un asesinato. Hay quienes insisten que su muerte se podría haber prevenido; otros aún sospechan de la versión oficial.
El 20 de mayo de 2015, José de Jesús Deniz Sahagún se convirtió en el séptimo caso de suicidio bajo la custodia de la Oficina de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) desde 2003. Es el quinto en el centro de Eloy, el más mortal para los migrantes, según un reporte de la misma agencia federal. En total son 164 cruces las que se colgaron en los más de 200 centros de detención de las autoridades de inmigración en ese mismo periodo. La mayoría por causas naturales, pero al menos 10 por asfixia.
Entran vivos y salen muertos
Ante la controversia, el escándalo y las acusaciones, la ICE ordenó que se realizara una investigación independiente por la muerte de José de Jesús. La investigación determinó que se trató de un suicidio, pero reveló muchas carencias y violaciones de derechos en el centro de detención, principalmente en el plan de prevención de suicidios, el acceso a los servicios de salud y la atención para detenidos con problemas mentales. El centro es administrado por una compañía privada, la Corrections Corporation of America (CCA, por sus siglas en inglés), que es subcontratada por el gobierno federal para operar seis cárceles en Arizona y 82 más en distintos estados del país.
Entre 2012 y 2015 se registraron 31 muertes en los centros de detención para migrantes, según datos de las autoridades federales. Siete de ellas podrían atribuirse a carencias en el sistema de salud y en la atención médica tras las rejas, según la organización Human Rights Watch y la misma agencia de seguridad nacional. Y estos son solo los casos mortales. Hay muchas denuncias más de negligencia médica.
En el reporte sobre las muertes en custodia del ICE publicado en junio de 2016, solo hay detalles de 18 de los 31 fallecimientos. De los otros 13, nada. Para los casos detallados se identifican las violaciones a los estándares de las políticas de los centros de detención, pero no se especifica que estén directamente relacionadas con las muertes.
En las cárceles temporales del ICE se albergan solo a personas que tienen violaciones a las leyes de inmigración, no hay detenidos por procedimientos criminales. En promedio, 34.000 indocumentados son albergados en estos centros de detención. El de Eloy tiene más de 1.400 camas. Muchos duran años, otros meses y algunos solo días, como fue el caso de José de Jesús.
Los inmigrantes que murieron bajo custodia entre 2013 y 2015 eran de México, Honduras, El Salvador, Canadá, Jamaica, Antigua-Barbuda, Mozambique y Guatemala. Unos eran residentes permanentes, otros refugiados y algunos indocumentados. Todos tenían entre 24 y 49 años. José de Jesús encaja en este rango.

Los peligros de la frontera
De acuerdo a Pew Research Institute, en 2014 había al menos 11,1 millones de inmigrantes viviendo en las sombras en EEUU. La mayoría —unos 5,8 millones— procedía de México. Pero no todos cruzaron ilegalmente la frontera. Muchos llegaron con visas o permisos temporales que se vencieron y jamás volvieron a sus países. Siguen esperando la ansiada reforma migratoria.
Los que sí se aventuran a realizar la travesía por el desierto exponen su vida por el sueño americano. La Patrulla Fronteriza, tan solo en el sector Tucson, recupera los restos de más de 100 migrantes cada año. Los agentes aseguran que, si no los mata el calor, los mata el narco.
De acuerdo a las autoridades federales el crimen organizado se ha apoderado también del contrabando de humanos en la frontera. Muchos coyotes son obligados a cruzar droga para los cárteles y, a su vez, ellos exigen a los migrantes a convertirse en mulas del narco. Las mujeres pagan un precio más alto. Los testimonios de abusos y violaciones son el común denominador de los grupos de migrantes que pasan ilegalmente la frontera. Para los más expertos, la tortura dura poco; para los nuevos, puede durar días en el desierto y meses en una casa de seguridad.
Ahora el tráfico de humanos ya no se limita al cruce a EEUU, sino al secuestro de grupos para pedirles rescate a las familias del otro lado de la frontera. Es un negocio doble bastante redituable.
De acuerdo a los migrantes entrevistados para esta historia, un cruce por lo corto, fácil y sin contratiempos, tiene un costo de 2.000 dólares. Todo es a discreción del coyote, pero esa es la tarifa base. Dependiendo del país del que son originarios, su capacidad económica y otros factores la cifra puede ascender hasta los cinco dígitos. Para muchos, la factura más cara es la vida.
El sacrificio
José de Jesús Deniz Sahagún fue uno de los que pagó el precio más alto: ser un inmigrante indocumentado con problemas de salud mental en un centro de detención con deficiencias médicas fue su sentencia de muerte.
Aunque el 15 de mayo en la frontera de Douglas y Agua Prieta fue el principio de su fin, la investigación indica que venía cargando esos problemas desde tiempo antes.
De acuerdo con una investigación de NPR’s Latino USA, el hombre de 31 años no era el siempre sonriente que describen sus hermanos y padres después de su muerte. En Jalisco había sido diagnosticado con depresión temporal, pero los temas emocionales y mentales siguen siendo tabú en gran parte de una cultura considerada machista. Pocos sabían, nadie lo hablaba.
El único que se atrevió a desafiar los recuerdos perfectos de su memoria fue su sobrino Pablito. A él le tocaba ver los momentos de tristeza profunda de su tío y cómo su mirada solo se alegraba cuando veía a sus hijos. Tenía que conformarse con las llamadas de Facetime y, cuando colgaba, volvía a su vida real.
Pero si Chuy extrañaba tanto a sus hijos… ¿por qué los dejó en Las Vegas?
Los hermanos de Chuy relatan que él siempre se quejaba por no haber nacido en EEUU. Quería con toda el alma ondear la bandera de las barras y las estrellas como un ciudadano. Pero no fue así: le tocó batallar.
Cruzó la frontera hacia EEUU cuando era joven y en Nevada conoció a la que sería la madre de sus hijos. Ella tiene papeles y sus niños nacieron de aquel lado, pero él no pudo arreglar.

Cuando la crisis pegó con más fuerza en Las Vegas, también llegaron las malas noticias: su padre estaba enfermo y necesitaba ayuda.
Rosario contó que Chuy decidió regresar a México para estar con su padres, cuidarlos y protegerlos por el tiempo que les quedara. Primero se llevó a su familia. “Pero no aguantaron allá y se devolvieron”, explicó la hermana.
Como Chuy no tenía papeles para cruzar tenía que conformarse con la tecnología: veía a sus hijos a través del celular. Sus padres dijeron que le dolía mucho perderse los mejores momentos de sus hijos. Esto, según el médico que lo atendió, podría haber sido el detonante de sus problemas mentales. Un abrazo virtual no le bastaba.
Y fue tanta la necesidad de volver a estar con los suyos, contaron sus padres, que el día de su cumpleaños 31 hizo maleta y se embarcó en la que sería su última travesía.
Le huyó a la muerte en el desierto, pero la encontró en una celda. Y la halló porque él mismo la buscó, así lo indica el reporte forense.
En la celda 603 del Centro de Detención de Eloy, a José de Jesús lo traicionó el enemigo que traía en la mente.
Mapa del recorrido de José de Jesús click aquí
Edición: Francisco Uranga

Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con premios por sus trabajos de investigación periodística para prensa y televisión en México, Estados Unidos y Europa. Fundó Conecta Arizona, un servicio de noticias en español a través de WhatsApp que cubre la actualidad de Arizona y Sonora. Es becaria de los programas JSK de la Universidad de Stanford, EWA, Fi2W, Listening Post Collective y el programa de liderazgo en periodismo de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY). Con la crónica ‘Celda 603: la agonía de un migrante’ ganó el premio Nuevas Plumas de 2018 a la mejor crónica escrita en los Estados Unidos.