Marisol,
te enamoraste otra vez
Por Justo Robles
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—¿Olvida usted algo?
—¡Ojalá!
El emigrante
Luis Felipe Lomelí
La marcha de los hombres uniformados advertía el inicio del juego fronterizo. Debajo de las camas, detrás de las cortinas, los migrantes se disputaban los lugares más recónditos en el interior de la casa, desde donde escuchaban el sonido de unas botas pesadas. En un clóset con la puerta entreabierta, acompañada de una mujer dos veces más grande que ella, Marisol observaba a los agentes de inmigración. Silencio.
Contempló correr, escapar, abandonar aquella mujer regordeta, casi desconocida, con quien cruzó desiertos y se escondía. Otro silencio. Y llora, porque los niños también temen. A los doce años, en ese lugar remoto, Marisol perdió en el juego fronterizo: en el de las escondidas.
Perdió intentando huir de la misma guerra que forzó a su madre a dejarlo todo en El Salvador. Pero en 1994, el juego era menos estricto y su pena menos severa. Tras nueve días entre un centro de detención y otro hogar para migrantes, Marisol pudo abrazar a su madre. Juntas viajaron de Nogales, Arizona, a San Francisco, en el norte de California.
—Lo único que recuerdo es que mi mamá me dijo ‘mira, mira’ y era el Puente de la Bahía [San Francisco – Oakland]. Era hermoso, nunca había visto algo así en mi vida. Era de noche, nunca había visto tantas luces.
Décadas más tarde, sobre la zona de Embarcadero, desde un refugio de emergencia y vivienda transitoria en el que Marisol trabaja para el departamento de salud pública de San Francisco, se ve el Puente de la Bahía.
Rocío Marisol Novoa tiene la compostura de alguien en quien se puede confiar y la sonrisa de una vida que le da las razones para no esconderse más a sus 39 años. Dice que son los lugares, de dónde viene y a dónde va, y las personas, que se fueron y las que están, que le enseñaron a vivir, a jugar.
Su niñez en el municipio de Zacatecoluca se resume en un recuerdo: un montón de cadáveres en una calle sin pavimento que la llevaba a la casita de adobe de sus abuelos. Marisol hoy se mueve en otras calles hacia otros lugares. Maniobra el Toyota entre semáforos y esquinas como quien sabe el camino de memoria. Son nueve horas las que conduce desde San Francisco hacia Mexicali, México, y las que repite cada dos semanas. Dieciocho horas invertidas en la carretera cada mes. Más de 460, cada año. Dice que allá eventualmente vivirá.
Después de unas horas, Marisol se suelta el cabello largo, oscuro y lacio. Se dobla las mangas de su suéter rosado por encima de los codos, mostrando su piel café y dos tatuajes, uno en cada antebrazo. En el izquierdo dice Ramon. En el derecho se lee Giovanni, aunque es difícil descifrar los números que acompañan el nombre. Tras varios segundos de paciencia, logro descifrar una de las fechas: 05-25-2017.
***
Estoy sentado en una banqueta, en lo más alto del parque de Bernal Heights, el panorama tiene forma de una colina adornada por casas que los turistas admiran cuando revisan sus fotografías. A este parque también vienen una pareja que se ejercita, un hombre que fuma y pasea a su mascota, y una mujer que habla por teléfono, a unos metros de esta banqueta, donde hace más de cuatro años atrás encontraron un cuerpo en un charco de sangre.
La mañana del jueves 25 de mayo de 2017, un visitante observó las heridas graves en la parte superior del torso de un hombre en el suelo. No respiraba. Cerca de las cinco y cuarenta, poco después del amanecer, las autoridades de San Francisco declararon muerto a un latino de 33 años.
Giovanny Álvarez era padre de cuatro e hijo de una familia nicaragüense. Una mujer, quien desaprobó la grabación de la entrevista y accedió a que se tomaran notas, cuenta que un pariente de Giovanny recibió un mensaje de texto entre la una y dos de la madrugada. La nota aducía que la vida del entonces empleado de un concesionario de automóviles corría peligro.
El mensaje fue leído mucho después de la tragedia. La mujer entrevistada sabe quién lo envió. Sus palabras son premeditadas. Al fin y al cabo, no importa el quién, sino el qué: el qué hubiese pasado de haberse leído antes ese mensaje.
Cuando Marisol se apresuró al parque de Bernal Heights en la tarde del 25 de mayo de 2017, el cuerpo de Giovanny había sido retirado,pero el tiempo transcurrido no borró las manchas de sangre esparcidas en el suelo, recuerda. Le pido entonces que me describa dónde estaba la sangre. Deduzco que el cuerpo de Giovanny fue arrastrado, como si alguien intentara deshacerse de él y que no tuvo más remedio que abandonarlo allí porque sino sería descubierto.
Canales de televisión en el Área de la Bahía reportaron el hallazgo. Las tomas son rápidas y en ellas se ven cintas amarillas, una fotografía de Giovanny y sus dos hijos con Marisol, una especie de altar improvisado con velas de Jesucristo, santos católicos y flores de todos los colores. En un close-up prolongado se aprecia una vaina, una funda para instrumentos punzantes.
En el acta de defunción, las múltiples lesiones originadas por una fuerza cortante son la causa inmediata de la muerte de Giovanny. ¿Otras condiciones significativas que contribuyan a la muerte? Ninguna. Describe cómo estas lesiones pudieron ocurrir: apuñalado por otro.
—No dormí esa noche, no dormí muchas noches, semanas. No podía procesar eso. Solo quería dormir para no pensar, pero cuando dormía, soñaba.
Marisol vio cadáveres en El Salvador, pero ahora los soñaba en San Francisco. Hasta la fecha, no se conoce quién mató a Giovanny. La investigación continúa su curso, según la policía.
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El final del sermón religioso era también el inicio de la tertulia dominguera. Entre los asistentes a la misa había un muchacho calvo, de tez blanca, ojos color nuez, de pantalones anchos, una camiseta que excedía su tamaño y que hablaba inglés y español como Marisol. Su nombre era Giovanny. Fueron amigos, y luego, más que amigos. El primer beso en una calle del barrio de la Misión en San Francisco confirmó lo inevitable. Pronto no habría más sermones.
—Pasaron tres meses y tenía mucho dolor de estómago y siento que algo sale, algo extraño. Miro el toilet y había sangre y una bolita, como una bolsita.
A sus 16 años Marisol perdió un embarazo que luego provocó un periodo de depresión. Son varios segundos los que demora en tomar aliento para realizar su siguiente confesión: intentó suicidarse con varios analgésicos de 500 miligramos. No hay noción del lugar en la carretera y aún restan horas para llegar a la frontera californiana. Toma otro aliento, este más extenso que el anterior, y rememora la tarde que despertó en un hospital donde años más tarde nacerían sus dos hijos con Giovanny.
En el nuevo milenio, Marisol y Giovanny enfrentaban el desafío de ser padres jóvenes en una ciudad cambiante como San Francisco, donde compañías tecnológicas establecían sus firmas con poderosos capitales. El aburguesamiento, conocido también como gentrificación, no favoreció a quienes vivían del día a día para comer o del cheque a fin de mes para pagar la renta que subía y subía. Marisol ganaba lo justo en un restaurante latinoamericano de la Misión. La salvadoreña de 19 años vivía entonces las dificultades que otras madres adolescentes e indocumentadas todavía experimentan en un país desarrollado con más de 25 millones de personas sin cobertura médica y más de 180 mil deportaciones en un año fiscal.
—El trauma te persigue. Una vez fui a la librería pública en San Francisco y yo no tenía identificación y se me ocurrió usar una falsa para entrar. El de seguridad me pidió la identificación y se la muestro y él se la pasó viendo y viendo. Yo estaba nerviosa. Pensé que se había dado cuenta que no era de verdad e iba a llamar a la migra y salgo corriendo de la librería como loca. Giovanny detrás de mí ‘¿qué te pasa?’, y yo ‘¡vámonos, vámonos!’ Nos subimos al trencito que pasa en la [calle] Market y nos bajamos más allá. Estaba tan estresada que miraba a las ambulancias y me escondía porque pensaba que de allí se iban a bajar oficiales de inmigración.
Un programa local sustentó un curso de asistencia médica con el cual años después obtendría un empleo seguro. Esa mañana que acudió a la librería pública, Marisol pretendía tomar prestado un libro de anatomía que no podía costear. Cuando dice trauma, piensa en el juego de las escondidas.
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Cerca de la novena hora de viaje, entramos a la ciudad de Caléxico y Marisol tiene que estacionarse para acomodar algunos objetos amontonados en la maletera antes de llegar al control fronterizo. Una cama donde bien podría descansar un bebé pero dormirán tres de los 13 perros rescatados que alberga en su casa, ropa que donará a niños en un basural y un espejo que no deberá romperse porque de así serlo, será mala suerte. Marisol quita las llaves y desciende del auto.
En Caléxico, cerca del 22 por ciento de los más de 39 mil habitantes viven en la pobreza. En este estacionamiento improvisado en un cruce de calles, no hay farmacias, ni restaurantes. Sí hay una licorería. De allí salen hombres latinos con mochilas en las espaldas, pasada la medianoche. Ellos caminan tambaleando y observan sin disimulo. Han de ser viajeros, transeúntes en esta ciudad de paso cuya población latina excede los 30 mil. Más allá, una gasolinera. Cuentan que este centro era un punto de encuentro de entretenimiento para jóvenes emprendedores de la ciudad de Mexicali, hermana al otro lado de la frontera, a kilómetros de aquí. Se escucha un portazo. Es Marisol quien regresa al asiento del conductor, mete, gira las llaves y enciende el motor. Nos vamos.
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Partiendo de los nombres México y California, un ejercicio: viajando de California hacia el sur, se llega a la entrada de México (CAL-EXICO), y al ir de México hacia el norte se alcanza la puerta de California (MEXI-CALI). Pero Caléxico y Mexicali no solo son hermanas en su semántica y fonética, lo son también en su historia.
A inicios del siglo pasado, México otorgó concesiones a personajes de alto rango para fomentar el desarrollo del estado de Baja California, a través de la explotación de sus áridos campos. Se aprovecharon las aguas del río Colorado en un sistema de riego que enriqueció los valles Imperial (región a la cual pertenece Calexico) y Mexicali. El negocio era próspero para sus inversionistas, mas no para sus trabajadores.
El censo de 1904 señala que en Mexicali se vivía, en su gran mayoría, en casas de adobe sin techos de madera. Esa fue mi primera impresión de esta ciudad, capital de este estado, con más de un millón de habitantes, un siglo después.
A minutos de las tres de la mañana, cifras defienden lo que atestiguo. En Baja California, más del 74 por ciento de la población pobre, que duerme en hogares sin piso firme, se concentra en dos de sus municipios: Mexicali y Tijuana
Minutos antes, ninguno de los dos oficiales en el control fronterizo se acercó a inspeccionar el auto. De haber escondido un elefante, jamás se habrían dado cuenta. Permanecimos en ruta sobre la calle Calzada de los Presidentes y es el estado y sus edificios quienes llevan puesto los mejores vestidos: el Centro de Justicia y la Fiscalía Regional Mexicali. Continuamos por la Calzada Héctor Terán Terán y los atuendos cambian su diseño: casas tristes, una tras otra, perros hambrientos husmeando entre la basura, arte urbano en las paredes, letras en aerosol que ocultaban anuncios publicitarios y propagandas políticas, un grupo de hombres empujaba un auto destartalado.
—Corazón, llego en 10 minutos.
Marisol, aún con el teléfono en una mano, voltea bruscamente hacia la derecha. Es la carretera Mexicali – San Felipe, que como muchas otras ofrece una variedad de oportunidades a localidades marginadas a su alrededor. Conforme progresamos, Mexicali cambia su apariencia por otra más rebelde: talleres mecánicos y reparación de baterías, tráileres estacionados a un lado del camino, gasolineras mexicanas y estadounidenses, y hoteles de nombres extravagantes, como Eros y El Portal, cuyos estacionamientos lucen repletos. Pregunté en voz alta por qué y para qué tantos hoteles, pero no conseguí respuesta. Marisol está exhausta y quita el pie del acelerador en medio de la carretera.
Una puerta alta de rejas metálicas se abre y un hombre iluminado por las intermitentes del auto nos observa. Es corpulento y a estas horas conserva el cabello hacia atrás, impecable. Tiene la frente amplia y brillosa. Es imberbe. Saluda con beso a Marisol quien estira los brazos y las piernas. Nuestro apretón de manos provoca cierto cuidado, como si reclamara porque he viajado tantas horas con Marisol, pero al ver cómo sostiene a una perra blanca sobre sus brazos despierta ternura.
—¿Cómo se llama?
—Hortensia —dice Marisol.
—Bueno, no importa… es sorda —bromea Ramón.
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Aquí no cantan los gallos. Son los ladridos que interrumpen el sueño antes de salir el sol. Cuando la luz por fin penetra las cortinas salgo de la única habitación de la casa, que antes de ser casa era un restaurante, con acceso al patio de tierra. Las noches son frías y silenciosas. Las mañanas son ardientes y ruidosas.
Los perros ladran más, cada vez más. Temo despertar a Marisol y Ramón, pero es alguien más quien se asoma por la ventana desde adentro de la casa. Lo reconozco porque su madre me habló de él: Christopher, segundo hijo de Marisol y Giovanny. Sale y se acerca a una jaula, mueve los brazos y dice cosas, como quien conversa con los perros.
—Are you a reporter?
Tardo en contestar porque no suelen llamarse así y porque sus ojos son grandes y claros, como los de su padre. Su cabeza es redonda y calva y sus labios son gruesos como los de su padre. Estas similitudes las confirmará Marisol más tarde en una fogata. Finalmente, le digo que sí.
***
Antes de que Christopher cumpliera un año sus padres se separaron. Era 2004 o 2005. Marisol tomaba clases universitarias, quería estudiar psicología. Giovanny cumplía una condena por un robo a una tienda en San Francisco. Las visitas a Giovanny en la prisión de San Quintín despertaron en Marisol un interés por entender los porqués de los comportamientos humanos.
Es en el fin de un romance novicio que el consuelo la impulsa a un deseo académico, con el cual, a la larga, Marisol descubriría otro amor. Ella no lo sabía.
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Corretean, se mezclan entre sí y levantan polvo en el patio. Ramón ríe y dice que son 13 perros rescatados los que albergan en casa. Caminamos, buscamos un lugar donde estar solos. Siento las piedras debajo de las suelas de mis zapatos con cada paso. Le pregunto a Ramón si está acostumbrado a los ladridos, a ese correteo. Dice que en las prisiones de California nunca vio un animal. En ese momento, caigo en cuenta que viste una camiseta azul, el color del que fue su uniforme durante su condena de más de 10 años por robo y secuestro.
Cuando Ramón Ruelas era estudiante de secundaria consumía metanfetamina, cocaína, marihuana y mucho alcohol. No tenía techo. La falta de recursos económicos era un problema hereditario. Se volvió amigo de quienes vendían drogas, porque así las drogas resultaban más accesibles. Y accesibles también los problemas. A sus 19 años conoció a una mujer mayor, adicta como él, que le abrió las puertas cuando él dormía en un parque de la ciudad californiana de Pomona. Ella, Ramón cuenta, traía hombres a escondidas mientras él salía a las calles. Ramón se encontraba humillado y desde la humillación, el hombre puede cometer barbaridades injustificables.
Un amigo de una pandilla necesitaba dinero y Ramón sabía dónde encontrarlo. No era suyo, pero deseaba vengarse. Esperaría a que la mujer con la que vivía fuese al banco para forzarla a entregarle unos cientos de dólares. Esta venganza era también, según él, una manera de recuperar el orgullo, de sentirse más hombre.
—No entendí la definición de ser un hombre hasta el séptimo año de mi sentencia
Su mirada es estable, los codos descansan sobre sus muslos y sus dedos permanecen entrelazados. Sin ese miedo que puede convertir a una persona en un ser vulnerable frente a los demás, Ramón dice que de niño fue abusado sexualmente y que no fue hasta sus 28 años, en una celda del tamaño de un clóset, cuando se atrevió a confesárselo a un compañero y finalmente se sintió libre, verdaderamente hombre.
Donde aquel que es inquebrantable es íntegro, a Ramón su honestidad lo volvió ejemplar. Participó y lideró talleres de rehabilitación en la prisión californiana de San Quintín y al poco tiempo, pasó a ser candidato a una liberación temprana. Debía estudiar, escribir y argumentar por qué merecía salir, por lo que recurrió a un programa estatal que proveía asistencia personal.
—Ella vestía negro y sus labios eran rojos como su nariz. Estaba sentada en un cuarto, al lado izquierdo. Empezamos a hablar de cómo ella podía ayudarme. Ella quería conocerme, pero yo sabía que era inapropiado porque hay algo que se llama over familiarity. No podíamos hablar en un contexto fuera de la prisión, porque me negarían la libertad.
Ella, de quien Ramón habla, es Marisol.
***
Marisol tenía 25 años cuando se inscribió en una clase de su elección para graduarse. Sus visitas previas a la prisión de San Quintín decretaron el rumbo de sus estudios: quería ayudar a aquellos en una situación similar a la de Giovanny y a quienes son parte de las estadísticas de la reincidencia, llámese por alguien condenado por un delito posterior a tres años de haber sido puesto en libertad. En la última década, más del 50 por ciento de las personas encarceladas en California cayeron en la reincidencia.
La primera participación de Marisol en un programa de rehabilitación penitenciaria se dio en el 2008. Su segunda experiencia, 10 años después. Para entonces, el hallazgo del cuerpo de Giovanny en Bernal Heights tenía más de 12 meses de ocurrido; era madre de tres; había obtenido un estatus legal gracias a la Ley de Violencia Contra las Mujeres, o VAWA por sus siglas en inglés, que protege a una víctima extranjera para que esta no dependa del agresor, en este caso, un hombre estadounidense del cual se divorció; trabajaba para el departamento de salud pública de San Francisco. Marisol no creía estar lista para un nuevo amor.
—Es un cuarto y hay diferentes mesas y en cada mesa hay dos voluntarios recibiendo a los presos. Era la primera vez que yo llegaba a ese programa [California Reentry Program]. Me dice la directora, en la primera noche, ‘¿crees que puedas tomar un caso nuevo?’ Le dije que sí. Me asignan a Ramón y lo miro. Era el primer día y yo dije ‘voy a ser parte de su vida, de alguna manera’.
Y así fue. Aunque la prioridad era la libertad condicional. Estudiaron juntos. Ramón preparó su caso y un discurso con el cual buscaba convencer a la comisión durante su audiencia. Había optimismo. Cuando Ramón estuvo listo, el trabajo de Marisol terminó y se retiró del programa. Eso no quebró la confianza, todo lo contrario: la afianzó. Se enviaron cartas. En ellas manifestaron el afecto mutuo e iniciaron una relación romántica.
—Yo sentí como que Dios y Giovanny escogieron a Ramón y me lo enviaron para traer balance en mi vida en muchos aspectos.
Luego de 12 meses, entre visitas modestas por protocolos penitenciarios y llamadas telefónicas cronometradas, Ramón fue puesto en libertad y deportado a México. El plan consistía en un matrimonio y una vida en Mexicali, a una hora de San Luis Río Colorado, donde nació Ramón.
Marisol había escuchado la palabra Mexicali una sola vez antes de conocer a Ramón en la prisión de San Quintín. Era pequeña y su madre le contó que para ganarse algunos pesos y cruzar hacia Estados Unidos, recogía tomates en una ciudad fronteriza llamada Mexicali.

***
Las gaviotas vuelan en círculos sobre lo que parece ser una ciudad perdida y en realidad es un basural. Madera, cartón, pedazos de metal, botellas de vidrio y plástico, pañales, heces y comida. Adultos empujan carritos de supermercado mientras los niños juegan, si a eso podría llamarse jugar. Las moscas invaden cuando se abren las ventanas del auto y el olor complica la respiración. Nuestra visita es breve pero la pobreza es perenne para quienes buscan algo que vender, algo que comer en este basural. Nos miramos los unos a los otros en un momento de tensión y es que siempre hay alguien con un problema más grande. Marisol y Ramón sugieren ir al centro.
En ruta por la carretera Mexicali – San Felipe, Ramón cambia una de las dos únicas canciones que Marisol tiene en su celular y que se repetía por tercera vez: Yo te esperaba de Alejandra Guzmán. A Ramón le gusta el rock y por eso canta ahora al ritmo de Afuera de los Caifanes.
Marisol conoce el camino por ratos intolerante pues hay que pisar el freno como un mecanismo de seguridad. A medida que el tráfico empeora, Ramón se sujeta nervioso a su asiento. El centro está rodeado de gente y de establecimientos: tiendas de ropa con decenas de maniquís en las veredas, farmacias, restaurantes mexicanos y chinos (que emigraron en busca de empleos agrícolas al valle una vez incorporado el sistema de irrigación), bares y sex shops.
Sobre la calle Ignacio Manuel Altamirano, a pies de distancia del cruce con avenida Benito Juárez, ciertos establecimientos dejan de ser vistosos por sus carteles comerciales. Las puertas están abiertas y permiten ver los largos pasadizos donde mujeres caminan en tacones. A las afueras, apoyadas sobre las paredes, descansan en camisetas por encima del ombligo y minifaldas. Son pasadas las cinco de la tarde. La prostitución es legal en México, siempre y cuando sea ejercida por una persona mayor de edad y por voluntad propia. Según publicaciones periodísticas en la región, más de mil trabajadores sexuales han hecho de la frontera en Mexicali un lugar de ingreso económico.
El nombre de la Plaza del Mariachi no es sorpresa al ver hombres en trajes y charros sentados sobre el pasto o el cemento frente a la avenida Zuazua. El asomo de un auto es el acecho de una limosna. Levantan las manos y esperan a ser llamados en primera instancia, pero la necesidad los impulsa a más. Inflan los pechos y cantan con esas voces que producen ecos. Ramón pide ir a casa, aún agarrado de su propio asiento. Marisol dice que Ramón no conduce porque continúa adaptándose a la congestión, pero son los espacios cerrados los que le provocan ansiedad, los que le recuerdan la prisión.
Es hora de volver. Ya no cantan los mariachis, tampoco lo hace Ramón.
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Marisol y yo admiramos las estrellas y comparamos los cielos de Mexicali y San Francisco. Ramón y Christopher recolectan madera. Organizamos las sillas formando un círculo pequeño. El viento es amenazante. Ramón acomoda el papel periódico mojado con aceite que se prenderá en fuego con un encendedor. Las llamas crecen. Es una fogata en el patio donde más temprano sus 13 perros corrían, levantaban polvo y del que a altas horas de la noche emana tranquilidad. De pronto, una voz carrasposa da a inicio a un juego bautizado como “los cuentos de terror”. Marisol establece una regla: no se miente.
Ramón es el primer voluntario. Cuenta cómo una vez compartió celda con un fanático del satanismo y que este creía que era alguien más, algún espíritu, quien apagaba la luz cuando ambos dormían. Es turno de Marisol. Anticipa que su relato está basado en un sueño en el que un Giovanny envejecido vestía una camiseta blanca. ‘Hey, espera, no te vayas’, dijo Marisol en la mitad de su cuento. La fogata le ilumina el rostro. ‘Tengo que irme’, dice Marisol que Giovanny le dijo segundos antes de convertirse en cenizas cuando el sueño acabó.
Christopher es el siguiente. Sus ojos son más claros y fulminantes con el reflejo de las llamas sobre su rostro. Le digo que se parecen a los de su padre. Marisol asienta con la cabeza. Christopher se quita la gorra, con el diseño de los San Francisco 49ers en la visera, como quien lamenta una pérdida.
—Tuve un sueño días después de la muerte de mi padre… vino a la casa y me dijo que él y mi mamá me estaban mintiendo y que él no estaba realmente muerto.
Por el borde de mi ojo me percato que Marisol quiere llorar. Finjo que no me he dado cuenta. Aún con las llamas creciendo, Ramón protagoniza otro cuento. Y después, otro cuento: cuando se mudaron a esta casa, todos los cuartos fueron bendecidos, a excepción del que señala con una sonrisa irónica: el cuarto donde dormiré esta noche.
***
A una semana de esa última noche en Mexicali, saludo a Marisol en Potrero Hill, un vecindario de San Francisco. Es una casa victoriana con pinturas de bordados de madera refinados. Hay souvenirs europeos, fotografías en las pirámides de Egipto y muebles en los que da pena sentarse. La dueña, quien dice que el valor de la casa supera el millón de dólares, es salvadoreña como Marisol, quien aquí me ha citado. Soy escéptico de la privacidad que tendremos para conversar. Uno porque la dueña de la casa prepara café y dos porque la madre de Marisol muestra una docena de bocaditos salvadoreños difíciles de rechazar.
Hablan de la guerra, del fútbol y de Mágico González, de cómo se cocina el caldo de res y de Rocío Durcal. Había pasado la hora y terminaba mi segunda taza de café cargado cuando Marisol pide a la dueña de la casa y a su madre que nos dejaran solos.
Cuenta que Ramón y ella están buscando una casa en Mexicali. Que se casarán y que estoy invitado a la boda. Que tal vez sea en junio de este año o después. Cualquiera que fuese el mes, Marisol conseguirá otro empleo, uno más cerca a la frontera y así evitar las nueve horas de viaje, habituales cada dos semanas. Pero no le molesta. Lo hace porque está enamorada, porque quiere casarse, porque ama a su familia.
Cuando dice familia sonríe un rato, pero es su temple el que vence. Una pausa prolongada. Marisol ya no me mira a los ojos. Los esquiva. Respeto el silencio y ella toma aliento, como cada vez que confesó algo.
—Cuando Ramon sale, me ilusioné al pensar que podíamos tener una familia. Tendré, dije, dos hijos más. Even three. Me miré así con nuestros hijos. Tres míos más los que tuviéramos en común. Desafortunadamente, me dijo el doctor, mi sistema reproductivo ha envejecido más de lo que una mujer de mi edad. Me daña. Pero él me dice que se casará conmigo porque me ama a mí… estoy aprendiendo de él.
No llora, resiste. Entiendo entonces a lo que se refería esa tarde antes de partir de San Francisco a Mexicali: son los lugares, de dónde viene y a dónde va, y las personas, que están y que no vendrán, las que le enseñaron a vivir, a jugar. Marisol sonríe porque después de todo, la vida le da las razones.
Edición: Cruz Amador
Kervy Justo Robles nació en Perú y muchos años después es inmigrante. Es egresado en periodismo y estudios latinoamericanos de la Universidad de Rutgers, Nueva Jersey. Como productor de televisión ganó tres premios Emmys en Nueva York y California. Viajó a Centroamérica y México como reportero y sus artículos y fotografías fueron publicados para distintos medios en Estados Unidos.